La amenaza de Darwin (La guerra y la selección natural)

La amenaza de Darwin
(La guerra y la selección natural)

 

 

La amenaza de DarwinI

En un maltrecho rincón de un yermo sin censo, tres docenas de casuchas se apretujaban entre sí tratando de vencer el miedo a la inmensidad de la estepa. En uno de esos chamizos, malvivía un hombre extenuado por el hambre, el trabajo, y la falta de esperanza.

Su mal era el mal aquella tierra toda: demasiados años, demasiada soledad, demasiada desmemoria.
Sacudida por los elementos, la llanura había depuesto hasta el último de sus promontorios en la vana esperanza de que fuese aceptada su rendición, pero no existía el perdón en aquellas fieras regiones: innumerables hordas de vientos apátridas batían el cuarteado rostro de la estepa, dejando a su paso apenas piedras descarnadas y un horizonte sin lindes. En lo más crudo del invierno, la tierra se anegaba por efecto de la rasputitsa, ese extraño fenómeno de la inundación sin lluvia que se produce cuando se ha deshelado el curso del río, pero no su desembocadura, más al Norte; sólo en ese tiempo era posible creer que el río terminaba en alguna parte, que corría hacia algún mar, que no era un flujo circular de agua que vuelve una y otra vez, siempre la misma, con las mismas ramas secas flotando sobre sus ondas.
Así era la llanura: un tajo entre cielo y tierra. Sólo a veces algún árbol mellaba el filo del horizonte alzando sus sarmentosas ramas al cielo, como un extraño ídolo eternizado en la postura de clamar compasión, o venganza, mientras su tronco se enjoyaba con la perenne escarcha azulada del otoño.

En las casas, diminutas isbas de una sola dependencia, los más afortunados convivían con sus animales. El implacable frío exterior obligaba a unirse a los moradores en un desmembrado abrazo de odio mientras vigilaban el estertor de la turba o lo que buenamente hubieran podido conseguir para alimentar el fuego, un fuego casi siempre tan hambriento como ellos, igual de tembloroso, no menos aluzado que la convulsa piel que escondía sus huesos.

Pero el viejo vivía solo, en una soledad desmesurada, sin alivio siquiera en la memoria. Si alguna vez tuvo esposa, o hijos, o tan siquiera una cabra, ya no podía recordarlo; cuando al fin se atrevía a soplar el candil apestoso que animaba las sombras, el único calor que alentaba en la casa era el suyo.
Entonces, al sumergirse el anciano campesino en la inconsciencia del sueño, renacía la vivienda toda en un callado, incesante, furtivo crepitar de carcomas hambrientas, arañas voraces, cucarachas siniestramente obesas, flotantes mariposas y polillas espectrales. Como en una sepultura, el final de la vida marcaba el comienzo de innumerables existencias, infinitas historias fugaces que en nada modificarían el ebrio deambular del mundo: justo igual que las de los hombres.

Cada especie reclamaba su espacio y mediante una u otra destreza se imponía en su especialidad, pero de entre todos los merodeadores nocturnos, entre todos los animalillos que competían por aquel tristísimo hábitat, las chinches eran sin duda las reinas de la casa: poco después de la medianoche, en legiones incontables, abandonaban sus nidos en las grietas de las paredes y la reseca paja del techo para dirigirse a la cama del viejo, en busca de su flaca sangre. Y ante su impresionante desfile se posaban las polillas en los rescoldos del fuego, detenían su zapa las carcomas y hasta dejaban por un momento de tejer sus telas las arañas, orgullosas del imperio de los suyos.

Todo lo que hizo aquel hombre por exterminarlas resultó baldío. De nada sirvió que limpiara la casa hasta los cimientos, ni los sahumerios con distintas hierbas, cada cual más pestilente, que sus vecinos le recomendaron. Lo intentó con orines de burro, con vinagre caliente, con azufre molido, y en el colmo de la desesperación, hasta con agua bendita, pero ningún remedio parecía suficiente para acabar con aquella plaga infernal.

Cada vez que emprendía una de aquellas campañas contra las chinches conseguía que sus ataques disminuyeran algo durante un tiempo, pero aquellos malditos insectos se hacían enseguida resistentes a cada nuevo veneno y enseguida redoblaban sus asaltos, envalentonadas por el triunfo de su capacidad de adaptación sobre el orgulloso ingenio humano.

Tentado estaba el pobre viejo de pegar fuego a la casa cuando se le ocurrió una idea que a su juicio podría ser de utilidad: introducir las patas de su cama en cuatro barreños de agua: así, cuando las chinches trataran de alcanzar el lecho, caerían irremisiblemente en ellos y morirían ahogadas, víctimas de su propia avidez.

La primera noche que puso en práctica el método, el hombre también fue atacado mientras dormía. El sistema no era perfecto, pues la inmensa abundancia de aquellas alimañas hacía que las últimas pasaran sobre los cadáveres flotantes de las primeras y llegaran a su objetivo, pero al menos así tenía por las mañanas la satisfacción de contar los cadáveres de las chinches ahogadas. El viejo pensó que aquel remedio sería temporal, como todos los anteriores, pero como se entretenía contando las chinches muertas, siguió poniendo cada noche los cuatro barreños, y a la larga el sistema dio resultado: las chinches, en lugar de volver con renovada fuerza y efectivos engrosados, acabaron por esfumarse.

El viejo no tardó en contar a sus vecinos el éxito de su idea. A la vista de los buenos resultados, el método de los cuatro barreños se impuso inmediatamente en todo el pueblo, y al cabo de diez años no quedaba una sola de las chinches. Habían desaparecido por completo.

La única lastima fue que el viejo campesino no viviera lo suficiente para contemplar la consumación de su triunfo, pero su nombre fue recordado con gratitud por todos. Siempre se creyó, acaso por la influencia del párroco, que aprovechó el asunto para ilustrar otras cuestiones morales, que la codicia era el peor de los venenos, y que lo que no pudieron hacer los humos, el vinagre y los orines, lo había hecho la propia codicia de las chinches. Se decía que los venenos que vienen de fuera fortalecen, pero los que nacen del propio sera terminan por aniquilar al que los sufre, y que por eso es más fácil de curar un balzo que un tumor.

Sin embargo, con el paso de los años, tan edificante explicación dejó paso a otra que trajo el primer aldeano que había salido del pueblo para estudiar en la ciudad:

Cuando se usaban los venenos, el humo, o cualquiera de las malolientes hierbas que tan populares fueran en otros tiempos, las primeras chinches en morir eran las más débiles, las enfermas o las menos adaptadas, y así aparecían y subsistían siempre nuevas familias más resistentes que las anteriores, pues sólo se reproducían las que habían logrado resistir el veneno. Pero cuando se generalizó el uso del agua, la situación dio un vuelco tan importante como inapreciable a simple vista: las primeras en llegar, y por tanto en morir, eran las chinches mejor adaptadas, las más rápidas, las que mejor habían desarrollado la habilidad de buscar cuerpos calientes en medio de la oscuridad. Morían, en suma, en primer lugar, las que en condiciones normales hubieran estado destinadas a triunfar y reproducirse; Las últimas en llegar podían pasar sobre los cadáveres de sus congéneres. De este modo, sobrevivían las chinches incapaces de encontrar alimento con la rapidez necesaria, las enfermas, las lisiadas y las que tenían sus nidos en los lugares menos convenientes. Esas eran, pues, las que a la postre se reproducían.
Luego, cualquier veneno, cualquier enfermedad o cualquier depredador hizo el resto.

II
En aquellos mismos años, sin dar tiempo al estudiante a concluir sus estudios, comenzó una gran guerra. Se trataba de la mayor guerra que hubieran conocido los siglos hasta ese momento, y las unidades de alistamiento recorrieron el país en busca de soldados con que nutrir los descomunales ejércitos que serían necesarios para hacer frente al enemigo.
Al principio, además de reclutar a todos los hombres jóvenes, sanos y fuertes, los oficiales de reclutamiento se los llevaban a todos, preocupados por el empuje del enemigo; pero con el tiempo las autoridades cayeron en la cuenta de que no era rentable el esfuerzo material necesario para instruir a los más débiles, viejos o afectados de ciertas dolencias, y los devolvieron a casa. Sólo los mejores servían para las armas.
El estudiante que explicó la solución contra las chinches habló de ello con sus compañeros y fue fusilado por sedición.
Murieron muchos hombres en aquella guerra.
Y luego hubo otra.
Y después otra…