Caridad
Cuando se ha vivido casi treinta años en la misma casa, poco hay más desolador que una mudanza, y no sólo por las paredes que quedan desnudas, como acusaciones de abandono de un espacio que reclamamos un día y reclama ahora a su vez nuestra protección, o por las pequeñas huellas de nuestra vida, y hasta los viejos olores, tan familiares, vencidos poco a poco, infatigablemente, por el eco y la humedad.
Lo peor de todo es desprenderse de todos esos pequeños objetos que hemos querido olvidar por falta de valor para arrojarlos a la basura: los billetes de avión de nuestros mejores viajes, un mechón de cabello de una antigua novia, nuestras primeras botas de fútbol o una desportillada amalgama de tebeos estropajosos que nosotros nunca volveremos a mirar y nuestros hijos esquivan con repugnancia. Decía Chesterton que tres mudanzas equivalen a un incendio, pero yo creo que las mudanzas son mucho peores, porque el incendio se lleva lo que quiere, mientras que cuando te vas de una casa eres tú el que debe acopiar firmeza para desprenderte voluntariamente de todas esas cosas.
En ese indeseable Juicio Final de los recuerdos que constituye toda mudanza, a veces florece también alguna satisfacción en forma de agenda con el teléfono de alguien con quien habíamos perdido contacto, o un fajo de fotos de los tiempos en que no regalaban álbumes con los revelados ni se guardaban cinco mil imágenes en un círculo de plástico.
En mi caso ni ese consuelo tuve, porque las viejas agendas estaban llenas de nombres emigrados, de amigos muertos en accidentes estúpidos o de malentendidos incomprensibles, arrumbados para siempre en el limbo de las extrañezas. Las fotos eran sólo una versión más viva y dolorosa de lo mismo. Sólo una de ellas me hizo sonreír, pero tan poca cosa bastó para redimir aquella tarde aciaga de patético emperador romano decidiendo con el pulgar sobre la vida o muerte de los objetos que habían lidiado en el circo de mi vida.
Se trataba de una foto en blanco y negro, de cuando yo tenía doce o trece años y jugaba en el equipo del fútbol del colegio. Acababa de marcar un gol y me abrazaba Felipe, el capitán del equipo. Eso es lo que tienen las fotos cuando se separan de las personas a las que representan: que se prestan a mentir mejor que mil palabras. Por eso siempre me digo que esas instantáneas antiguas en las que aparecen familias enteras endomingadas mirando a la cámara con los ojos muy abiertos pueden haberse sacado diez minutos antes de una separación definitiva, o puede ser que uno de los niños que aparecen en ella sea en realidad el hijo del fotógrafo que sustituye para el libro de familia a un niño enfermo, o incluso a uno inexistente.
Las fotos no cuentan historias: somos nosotros los que las contamos, y cuando ya no estamos para hacerlo es mejor que las fotografías ardan o desaparezcan, no sea que surja el desaprensivo que invente sobre nosotros lo que nunca imaginamos. O peor aún, lo que no imaginaron los demás y nunca quisimos que se supiera.
En esta que encontré, como decía, aparecía vestido de futbolista y abrazado con Felipe. Si alguien la hubiese encontrado después de morir yo, de viejo o en el naufragio de un submarino, por ejemplo, hubiese pensado que había marcado un gol y que Felipe y yo éramos amigos.
Pues no. Y como no me he muerto, lo cuento.
Felipe era un perfecto hijo de puta que se burlaba de todos con bromas crueles y aprovechaba su corpulencia para repartir patadas y manotazos a cualquiera que discutiese su autoridad. Normalmente me consideraba una de sus víctimas favoritas, pero en aquel momento estaba contento porque yo acababa de meter un gol y me abrazaba.
Más adelante, pocos meses después, tuve un encuentro serio con él por una broma que se pasó de la raya y de aquello resultó la nariz torcida que he lucido toda mi vida. Con Felipe no quedaba más remedio que aguantar las humillaciones o aguantar los golpes: la elección era sencilla. Recuerdo que cuando acabé el instituto para ir a la universidad, lo primero que pensé fue que no tendría que volver a verle, y me alegré más por eso que por la reválida recién aprobada.
Por suerte, así fue. Yo me marché a estudiar fuera y él empezó a trabajar mientras preparaba unas oposiciones que no exigían más titulación que el bachillerato. Ceo que quería ser policía, guardia civil o algo así, y todos los que lo conocíamos nos aterrorizábamos pensando lo que podía ser encontrárselo un día vestido de uniforme y con un arma al cinto. Un compañero común me dijo tiempo después que se había enfadado mucho porque le habían suspendido en la prueba psicotécnica y a mí me hizo gracia el asunto: era normal que a un energúmeno como aquel le encontrasen alguna pieza desquiciada si lo miraban un poco de cerca.
En diez o doce años no volví a saber nada más de él. La memoria tiene la virtud de borrar las heridas, los dolores y los miserables.
Luego supe que se metió en líos, no sé bien si de drogas, proxenetismo o de otro tipo, pero el caso es que hirió de gravedad a un hombre y pasó una temporada en la cárcel. No fue mucho tiempo, seis o siete meses, creo, pero cuando salió de prisión ya no era el mismo. Allí seguramente había aprendido que no era único, y que su viejo procedimiento para hacer vida social podía costar muy caro según con quien se tratara. Lo aprendió tarde, pero estoy seguro de que lo aprendió.
Después de salir de prisión tuvo dos o tres trabajos, todos en la construcción, pero como bebía más de la cuenta no tardaban en despedirlo. De ahí a quedarse en la calle mediaron solo unos cuantos años, los justos para que sus malos negocios y un par de traiciones de antiguos compinches le demostraran que estaba ya demasiado viejo para aquella clase de trapicheos.
Hace tres o cuatro años lo vi aquí en Madrid, en el metro de Tirso de Molina, tratando de protegerse de la lluvia y encendiendo una colilla. Lo llamé por su nombre y le estreché la mano, pero creo que no me reconoció.
Ahora, cada vez que paso por su lado le doy diez euros. ¿Por compasión?, ¿porque me apiado de él? Debería decir que sí, pero el caso es que se los doy para que no se le pase por la cabeza salir de su abandono y tratar de empezar una nueva vida en otro lado. Se los doy para clavarlo a su esquina, para que esté allí hasta que reviente.
A veces creo que los demás que le dan una monedas también lo conocen y piensan lo mismo que yo.
En cuanto a la foto, pensé romperla, pero al final preferí tirarla por la ventana para que la calle acabase con ella a su manera.
Simbolismos o vudús de cada cual.