La novela iba a titularse inicialmente «El funcionario de Propaganda» pero por cosas del azar, que se explican a modo de descargo en una especie de encabezamiento de la obra, terminó por llevar el nombre de una ironía que el autor escuchó hace más de treinta años.
También la dedicatoria era otra, y fácilmente la adivinará el que se acerque a estas páginas, al igual que supondrá el motivo por el que se terminó cambiando por otra menos inconveniente.
Por lo demás, aunque la sártira permite grandes licencias, se ha tratado de respetar al máximo el rigor histórico de una época en la que el viejo lema de «pan y circo» se llevó a unos extremos realmente asombrosos para evitar que la población francesa se uniera a la Resistencia. Y pan había poco. Así que los alemanes mandaban el pan a casa y dejaban en Francia el circo. Cantidades demenciales de circo.
La portada es bonita, pero hubiese preferido algo más cercano al título. Por diversas razones no pudo ser y así se unió una piedra más al muro de extrañezas, casualidades y avatares que han rodeado la escritura de esta novela.
Ahora que ya camina sola, sólo queda desearle suelta yq ue no vuelva a casa.
JP
- Editorial : Editorial Ivat SL; N.º 1 edición (18 octubre 2023)
- Idioma : Español
- Tapa blanda : 410 páginas
- ISBN-10 : 8419349550
- ISBN-13 : 978-8419349552
- Peso del producto : 572 g
- Dimensiones : 13.49 x 2.36 x 21.01 cm
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Pocas veces se encuentra uno con una novela en la que el rigor histórico trate de hacerse perdonar a base de humor. Y esa es la primera impresión que queda, ya desde las primeras líneas, cuando lees «la libertad huyendo del pueblo», del leonés Javier Pérez.
La situación del momento era realmente complicada, cruel, difícil, y también surrealista. Los franceses habían comenzado a evacuar el Museo del Louvre mucho antes de que comenzase la guerra y todo el mundo se preguntaba si era porque temían un atque alemán o era proque eran ellos los que, como en ocasiones anteriores en los años veinte, pensaban invadir Alemania para cobrarse los atrasos de Versalles. Pero en el año cuarenta llegó el desastre militar, los nazis ocuparon Francia y la pregunta pasó a un segundo plano, mientras los miembros más relevantes de la cultura, frnceses y extranjeros, hacían malabarismos para poder seguir trabajando, publicando, rodando o componiendo.
Y entonces los artistas, de todo tipo, se encontraron con un aliado inesperado: el Ministerio Nazi de Propaganda, dirigido por Joseph Goebbels, que estaba ansioso por promover la cultura franvesa, la fiesta uy la diversión, para que la gente se olvidase de todo y no se uniera a la Resistencia. Nunca se publicaron más libros que durante la ocupación. Nunca se abrieron más cabarets , ni se fundaron más coros, ni se estrenaron más obras de teatro o más películas. La consigna era que la gente tenía que divertirse, bailar, y hacer el amor. Todo, menos pensar.
Y en este ambiente, un famoso pintor español exiliado, porque le repugnaba el franquismo pero no tanto el nazismo, al parecer, comienza a mover hilos para ayudar a los nazis a robar cuadros y sacarse también él buen rendimiento de la ocasión.
Pero la ocupación dura cuatro años y en cuatro años da tiempo a que sucedan muchas cosas.
Y la vida dura aún más, y resulta que 80 años después, los familiares de los que robaron los cuadros tienen que buscar la manera de venderlos en la actualidad. Y ahí empieza el motivo por el que recomiendo esta novela, porque no sólo es una novela histórica con humor e intriga, sino que se atreve a ampliar esa intriga y ese humor a la descripción de los mecanismos que rigen el mercado negro actual del arte.
En resumen: una obra divertida, sin complejos, bien documentada y muy uinteresante. Dejo dos fragmentos para que juzgue cada cual si vale la pena darle una oportunidad.
«Lo peor de que te invadan los alemanes es lo que madrugan esos cabrones. Cuando te invaden los alemanes, las tropas ocupantes están de patrulla desde las siete de la mañana, o antes, pidiendo papeles y tocando los huevos al personal. En cambio, si te hubiesen invadido los españoles, podrías hacer lo que te diera la gana hasta las once y pico, por lo menos, y sólo estarías invadido de lunes por la mañana a viernes al mediodía: una invasión moderada. A lo mejor por eso los españoles nunca conseguimos invadir más que países de mierda, o convertir en países de mierda los que alguna vez invadimos, que esa es otra posibilidad…»
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Durante los meses siguientes Pedro desarrolló una actividad frenética y ofreció unas cuantas obras de valor a Hausmann, que este siempre agradecía, pero teniendo buen cuidado de mostrar una ligera mueca de decepción. A Hausmann le encantaban las tablas flamencas, los lienzos italianos y los cuadros religiosos españoles, que las tropas napoleónicas se habían llevado de España por centenares, pero nunca parecía satisfecho.
—¿Me encontrará otro Boticelli? —le preguntó un día en Blois, donde habían ido juntos de viaje a visitar las obras almacenadas en el castillo de Chambord.
—Pues seguramente no, pero puede que aparezca un Rembrandt o un Leonardo…
—A ver si es verdad…
—También podría encontrarle algo moderno —ofreció Pedro en aquella ocasión.
Hausmann negó con la cabeza.
—Los cuadros modernos serán buenos cuando sean antiguos. De momento, sólo son famosos.
Pedro se sintió atacado personalmente.
—¿Hay que estar muerto para ser grande? —contraatacó.
—En absoluto. Los verdaderamente grandes también estuvieron vivos en su momento. Pero tenga en cuenta que soy, ante todo, periodista, y me conozco los manejos de los críticos de arte al menos tan bien como usted.
—Hay casos para todos los gustos… —trató de diluir Ríos, que estaba al corriente de lo que el alemán señalaba.
Hausmann paseó unos instantes por uno de los inmensos pasillos de Chambord. Le gustaba aquella sensación de soledad en medio del campo, en un palacio pensado justamente para lo que era su especialidad: impresionar al enemigo. Toda Francia estaba llena de edificio magníficos como aquel. Versalles, desde luego, era insuperable, pero Chambord tampoco estaba nada mal. De hecho, a él, personalmente, le gustaba más Chambord que Versalles, aunque ninguno se podía comparar, a su gusto, con el pequeño Azay le Rideau.
—¿Sabe cómo se llega a la fama en esto de la pintura?—preguntó con media sonrisa.
Ríos no respondió.
—Usted sí lo sabe, desde luego. No le señalo, pero lo sabe: se llega a la fama consiguiendo que te mencionen los críticos influyentes. Y para conseguirlo, lo mejor es regalarles unos cuantos cuadros. Pongamos media docena. Después ya se encargan ellos de ensalzar al autor para dar valor a esos cuadros y sacarse por ellos un buen dinero. Un dinero justa y exactamente tan bueno como ellos sean capaces de revalorizar al autor con sus críticas. ¿O no funciona así?
—Yo nunca he regalado cuadros —se defendió Ríos.
—Mentira.
—Jamás lo hice —insistió Ríos.
Hausmann frunció el ceño.
—Supongamos que lo doy por bueno. Pedro Ríos nunca regaló cuadros… Pero usted, de todos modos, tenía un montón de buenos amigos que le ayudaron a hacerse famoso. ¿O ha perdido ya la memoria de sus comienzos?
—Los críticos siempre ayudan, no lo puedo negar…
Hausmann sonrió.
—Sí, claro, ¿y sabe una cosa? A veces ayudan al mediocre, para que los buenos no hagan sombra a sus protegidos, que son sus inversiones. O a veces simplemente se divierten ensalzando verdaderas basuras. Dicen que lo hacen por provocación, pero en realidad lo hacen por soberbia. ¿No le suena?
—No lo creo.. —rechazó Ríos.
—¿No lo cree, eh? Pues está claro: alabar a un buen pintor no añade nada a su prestigio. Sólo los críticos novatos alaban y ensalzan a los buenos pintores. Muchos críticos de verdadero prestigio se divierten escribiendo elogios a verdaderos tarugos porque de ese modo hacen notar al resto de pintores quién manda en el mercado. Es como si les dijeran: todos sabemos que Fulano es un inútil, pero mirad lo que puedo hacer con él sólo con mi firma, así que imaginad lo que podría hacer con vosotros si quisiera. Obedecedme y sed mansos conmigo. Aceptad el precio que os ofrezcan mis amigos por vuestras obras y todo irá bien. Es un régimen de terror….
—Creo que exagera —rechazó Ríos.
Hausmann se echó a reír y su risa resonó en los pasillos de Chambord. El efecto teatral de aquel eco le hizo gracia al alemán, que levantó ambos brazos para imponer silencio al eco, como si fuese un director de orquesta.
—¿Exagero? —preguntó sonriente.
—Claro que sí. No es para tanto —aseguró Ríos.
—¿También es colaboracionista con los críticos? No pierde usted ni una ocasión, caramba…
Pedro clavó su mirada en Hausmann, que enseguida se disculpó con una palmada en la espalda, antes de continuar.
—Me sé al dedillo esos trucos. ¿O cómo se cree que llegué yo al Ministerio de la Propaganda?
—Por militancia en la partido nazi, por supuesto.
—También. Pero fundamentalmente por conocer esa clase de cosas.
—Mentir, mentir y mentir…
—Efectivamente. Mentir sin intentar siquiera que te crean. Mentir para demostrar que impones tu versión de las cosas, porque todo el mundo prefiere aceptar tu punto de vista antes que discutir contigo. Eso es una demostración de fuerza. Eso es dominar al otro: obligarlo a aceptar mentiras y a vivir en ellas como si fuesen balnearios o clínicas para tuberculosos espirituales —respondió Hausmann, yendo hacia un cuadro enorme que habían dejado apoyado sobre una pared —Ayúdeme a desembalarlo —solicitó.
Pedro hizo lo que le pedían y pronto pudieron ver “la libertad guiando al pueblo”, la colosal obra romántica de Delacroix.
—Dígame que ve, por favor —rogó Hausmann.
Pedro Ríos sonrió.
—Una alegoría de la libertad, semidesnuda, enarbolando la bandera francesa y poniéndose al frente de los revolucionarios que luchan contra la tiranía. El título lo dice todo: la libertad guiando al pueblo. Un cuadro molesto para usted, seguramente… —se permitió contraatacar Ríos.
Hausmann compuso una mueca.
—Pues yo no veo eso.
—¿Ah, no? —se burló Ríos.
—No. Yo veo a una chica con la ropa desgarrada portando una bandera. Posiblemente sea una alegoría de la Libertad, es cierto, pero parece asustada y corre delante de un montón de gente armada. Yo diría que es la Libertad huyendo del pueblo, porque la Libertad siempre huye de la chusma. Cuando el populacho toma las armas, lo más probable es que a la Libertad la acaben de violar entre diez o doce y tenga que escapar a toda prisa, fusil en mano, por si la llegan a alcanzar. ¿Ve como no es un cuadro que pueda molestarme?
—¡Qué estupidez!
—En absoluto. Eso es lo que trataba de decirle: si tuviese el tiempo suficiente, el control de los periódicos y verdadero interés en conseguirlo, muy pronto lograría que se le cambiase el título a este cuadro, y dentro de treinta años todo el mundo la conocería como “la libertad huyendo del pueblo”. En eso consiste el poder. Y ese justamente es el poder de la propaganda.
—Mentir…
—Sí, mentir: ya se lo dije. Y mentir a propósito, para que los que te escuchan pierdan el contacto con la realidad. Cerrar las ventanas al exterior para que la única realidad sea la que les cuentas.
—Trabajo de negrero. Trabajo de esclavista.
—Es posible, pero siempre es mejor que el látigo. O al menos tiene mejor imagen —trató de bromear Hausmann.
—No le envidio… —menospreció Ríos.
Hausmann entrecerró levemente los párpados. Luego miró fijamente al español y apretó los labios en una fina sonrisa.
—¿Que no me envidia? Pues yo creo que sí —repuso.